Otra víspera de Navidad, y Pablo concluía un jueves más de labores en la oficina. Como de costumbre termina agotado mental y físicamente, con ganas de llegar de inmediato a casa, tirarse en el sofá o en la cama, sin estrépitos, sin quejas, solo dejarse caer mientras enciende el televisor, solo para oírlo, no verlo, entre tanto dormita para recuperar un poco de energía y levantarse a cenar y continuar con sus pendientes hogareños de semana.
En las calles se vive el frío de finales de otoño y principios de invierno, alumbradas por las series de foquitos en las casas, el olor acostumbrado de leña y tamales que venden en las esquinas de mini supermercados, aunque es cotidiano en la ciudad, la época y el clima permiten que se conserve y contraste el olor. Además de la desesperación social por hacer compras, acompañadas por las habituales fotografías con Santa Claus o los Reyes Magos.
Amigos y familia como cada año desde que se hizo independiente, invitan a Pablo a las festividades, a pesar que desde antes, y más ahora con ese empleo, disiente de todas y cada una de ellas. El empleo le quita las ganas de festejos y jolgorio, no es que no quiera, pero en verdad, les dice, solo quiere reposar y disfrutar un buen fin de semana, dormir y dormir, levantarse tarde, muy tarde, sin preocupaciones, sin fandango, sin quehacer, solo disfrutar el silencio, su casa, la comida, series de televisión y películas. Sin embargo, aunque varios de ellos empaticen con él, no dejan de advertir que también se hizo más renuente a las celebraciones religiosas, gesticula con desdén cada que se le menciona o invita a las fiestas navideñas. De forma corta y contundente, sin querer avivar discusiones de oquis, solo responde que eso no está bien, y hay que ser coherentes. Ellos solo reparan en achacarle su actitud huraña sin atender las justificantes, etiquetándolo como amargado, y hasta excluyéndolo de varias reuniones sociales.
Él se sentía impotente, pues no quería alejarse de sus amigos, de su familia, quería estar con ellos, pero a la vez quería ser coherente con su sentir, y con su reposo laboral. Lo que más le sorprendía es que no lo tomaban en serio, por más que diera series ordenadas de razones, es como si hubieran tenido dislexia y transformaran sus palabras. Una amiga le reclamó con despecho su apatía por convivir en Navidad, aun sabiendo que no es creyente, aseverándole que no se necesita ser devoto para asistir a la cena navideña. Si bien, dice, no es requisito creer para convivir, también es impensable invitar en la Noche Buena a un judío ortodoxo, o un musulmán sunnita. Así como es de Perogrullo el sentido de no invitarlos, así por analogía con él. Con todo y todo, sus juicios ante su amiga eran necedades, y ante ellas, oídos sordos. Al final, pese a todo, era el agrio, el malo y antipático.
Lo que ellos no esperaban, mucho menos él, fue el milagro que le ocurrió tres noches antes de Noche Buena: llegando a su casa después de su trabajo, ya entrada la noche y con la cotidiana pesadumbre que siempre quiere disipar en su sofá, mientras ve la tv, toma un café, y un cigarrillo; lavó algunos trastes, preparó su comida del día siguiente, la guardó en el refrigerador, y se fue a la cama con gran suspiro por dormir. De repente un estruendo lo despertó, viendo cómo en la oscuridad de su cuarto una luz se formaba en una de las esquinas de en frente. La taquicardia y el temor lo invadieron, mientras observaba atónito cómo se manifestaba una persona senil, con largas vestiduras blancas de lino, grandes barbas, y calvo. Esa imagen pintoresca cual griego de cuadro al óleo, le dio confianza que lo serenaba y le marcaba una sonrisa. Quiso ser prudente esperando que el visitante hablara, y así fue con voz de trueno:
soy el espíritu de las navidades pasadas, he venido a mostrarte lo que fue y que parece ya olvidaste.
Pero Pablo sin pretender arruinar el momento y con su conocida sinceridad corrigió:
pero sí recuerdo todo. Tengo muy buena memoria, recuerdo muy bien mi infancia, con detalles que casi nadie que conozco, y mis papás lo saben muy bien.
El anciano reprendió:
Has olvidado el milagro de la Navidad, el milagro del nacimiento del hijo de Dios en el corazón de los hombres.
(Sin faltar la mueca, reparó) Mmmm si bien este hecho parece un argumento rotundo en contra de mis conclusiones, y que me doy cuenta no es un sueño, creo, ¿no es un sueño verdad?, Pues sería la primera vez que me ocurre algo tan vívido de innegable realidad, no puedo consentir tan fácil la antítesis que desmorona mi convicción. (Susurró) A veces me sorprende mi poética forma de hablar. Si entonces el problema no son mis recuerdos de facto, lo es la fe y la teología o mitología que supuestamente les dieron razón de ser.
(Increpó con desdén el viejo) ¡El hijo de Dios no es mitología! Y con o sin Navidad, es incuestionable el recuerdo que legó en los hombres.
(Asintió) Cierto, la Navidad no es factor indispensable en la creencia cristiana. Cierto, es incuestionable el legado de la historia o memoria de Jesús, pero, mmm … … … entonces, tampoco el problema es la fiesta de la Navidad como milagro cada año, ni el milagro del nacimiento, sino su legado.
(Algo furioso el anciano interrumpió) ¡Si no hubiera nacido no habría habido legado!
(Pablo se acomodó en la cama, sentándose, meditando unos segundos) No pretendo molestarte, no es mi intención, perdóname, me siento honrado y...
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