Todo normal, los niños iban y venían de la escuela como de costumbre. Época de calor, con paletas de hielo en la mano, con tareas que estresaban a la madre mientras sus vástagos le preguntaban, ya sea matemáticas, comunicación, o alguna ciencia. Quejas, ocupaciones, preocupaciones constantes: lavar uniformes, comprar útiles escolares, libros, levantarse temprano, preparar desayunos, almuerzos. Imposible divisar anomalías sobrenaturales inmediatas. El mal no avisa, o quizá sí, pero en las ocupaciones diarias, estamos más absortos por comer, que por la espiritualidad que sostiene nuestras almas.
Eran dos hermanos, una niña de diez años, el niño de siete. La niña comenzó a tener pesadillas que la despertaban por la noche. Al principio no eran tan frecuentes, pues la familia lo tomó con mucha normalidad, de hecho al inicio la consolaban, después les molestaba, del tal forma que la regañaban. Pero no le dieron la importancia como para llevarla al psicólogo, al párroco, o a la hierbera de la colonia. Ella soñaba con una mujer de pomposas vestiduras blancas, cabello largo enmarañado, y una cara demacrada. Siempre queriéndola atrapar, asechándola como felino a su presa. Ojos penetrantes y larga lengua, solo murmullaba al intentar cazarla.
Semanas pasaron y la niña ya no podía dormir por el pavor. Obviamente eso lo notó de inmediato su profesora en la escuela, al verla cabizbaja, pálida, somnolienta; timorata, distraída, ya no presentaba las tareas. Pero igual, pensaba en muchas cosas, menos en una presencia infernal. Maltrato familiar, problemas económicos, incluso abuso sexual; eran pensamientos naturales en la reflexión de la docente. Ella quería sacarle plática a la niña, pero no lograba ni un sonido gutural. Fue hasta que conversó con la mamá que consideraron precisamente terrores
nocturnos, el problema era saber qué los originaba, por lo cual les solicitó presentarse con la psicóloga de la escuela.
Para ese entonces la niña ya no solo la veía en sueños, ya se le presentaba bajo la cama, en el baño, en la cocina, en el patio. La niña solo corría aterrorizada a esconderse en el primer refugio que encontraba. Ante la inquietud de la maestra, el empeoramiento del terror, y que su hermano también ya advertía aquella presencia, era inexorable tomar medidas. Sus abuelos comenzaron a rezarle con la recomendación de la hierbera. Pero eso parecía que empeoró las cosas, pues en la casa comenzaron manifestaciones extrañas que delataban por fin que algo sí le ocurría a su nieta, y definitivamente no era normal. Se movían y caían las cosas, sonidos estridentes, murieron sus aves, y los perros de la cuadra no dejaban de aullar.
La niña empeoró su imagen y comportamiento, ya era violenta, respondía con estruendo, reto, y burla. La tuvieron que encerrar en su cuarto. Alarmados ya ante insostenible realidad, buscaron la ayuda del clérigo, el cual no tomó como ellos esperaban la solicitud, algo escéptico y burocrático, quedando en ir al día siguiente a evaluar la situación. Y mientras tanto, el ambiente de la casa era demasiado hostil, lúgubre, oscuro, denso, olor fétido, se sentía aquella presencia en todas partes y en ninguna. La temperatura era gélida, y la niña no dejaba de espantar…
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