En una época en la que desesperación era habitual para el común de la gente, Federico era un hombre que no estaba en una situación diferente. Siempre fue una persona jovial y laboriosa, desde su infancia hasta su paternidad, sus padres, hermanos, mujer, y vástagos, atestiguaron en él un ejemplo de buena actitud, honrado y sin pretextos ante la vida.
Sin embargo, por muy buen talante que tuviera, la situación era tan hostil en su país, que gradualmente fue perdiendo la sonrisa. Una gran crisis se extendió, la hambruna y el desempleo desbordaron, y las depravaciones oportunistas no esperaron, robos, asesinatos, fraudes, traiciones, impiedades; fueron de uso común en los trabajos y las calles.
El benigno hombre disimulaba su amargura e impotencia, mostrando un afable gesto de confianza, cuando su consorte o sus hijos preguntaban por la cena, el trabajo, la ropa, los zapatos… solo decía: pronto familia, pronto, no desesperéis. Era inevitable el nudo en la garganta, y tragarse las lágrimas que casi desbordaban. Diario muy temprano, salía a buscar algún trabajo, algo qué hacer, sin pensar en qué voy a comer, solo sus hijos y su mujer. Regresaba ya entrada casi la noche, y no lo hacía hasta conseguir algún sostén para la semana, el día o en el mejor de los casos, todo el mes.
Ante la lúgubre realidad, su desesperación lo llevó a hacer algo que solo se oye en leyendas o mitos para asustar o entretener niños: invocar al Diablo. Él realmente jamás creyó, siquiera imaginó llegar a eso. Era un mito, una leyenda rural, pero considerarlo era un signo de la desesperanza enfermiza que lo consumía. Era un buen hombre religioso, no conservador, pero tampoco relajado en sus deberes espirituales. Estaba un tanto informado de su fe y participaba regularmente en los ritos y fiestas, que lo exhiben como un varón cabal, confiable y lo más importante, sobrio ante superstición e inmoralidades que adolece toda sociedad por más civilizada que jacte.
En ese lapso de locura, ya por la noche estando en cama sin poder dormir, deprimido e impotente ante los paupérrimos resultados de su trabajo y de su culto, se paró de bote pronto de la cama, se arropó y fue hasta una parte de su casa en donde no se le oyera su clamor al Enemigo número uno de la fe, pues la vergüenza no se disipaba por más demencia repentina que lo envolviera. Ya a punto de invocar al Maligno, en el meollo de su insensatez, reparó en su creencia; no invocó al Diablo, invocó a Dios. “¿Entonces de qué vale todo lo que creo? ¿Para qué sirve pues creer? Si lo creo, ¿por qué no lo aplico?”. Fueron las interrogantes espontaneas justo antes de invocar y hacer el pacto. Esa lucidez casi inconsciente, lucidez religiosa, pero al cabo lucidez, lo condujeron a razonar, que si bien puede invocar con fe a Satanás y que estaba seguro que aquél respondería para sacarlo de sus apuros a cambio de la solicitada alma, también se dijo que jamás había hecho como fiel un pacto con Dios, al menos en serio y de forma genuina. Que rezaba, asistía a su congregación, frecuentaba las fiestas, cumplía con sus deberes religiosos, pero todo lo hacía por costumbre, realmente jamás había realizado un convenio con la Divinidad de forma personal y auténtica. No era hipócrita, no era ingenuo, verdaderamente creía que todo lo que hacía surtía un efecto positivo en su fe, en sí mismo, en su familia, en su gente y hasta en todo el mundo, pero nunca había realizado un pacto con Dios tal como se oye. Si estaba seguro que el Diablo respondería, Dios por qué no lo haría. Le molestaba esa incongruencia, en creer que para hacer un pacto, las leyendas evidencian mayor fe por parte de los solicitantes, en la aparición del Demonio. Y la incoherencia que no hay leyendas, al menos que él conociera, que hablen de un pacto con Dios, que no hayan sido las de los ancestros patriarcas bíblicos. Pero la costumbre legendaria estaba tan impuesta, que tenía duda si Dios respondería a diferencia del Diablo. ¿Es que el Maligno exige menor fe? Quizá, pero prefirió ser honesto consigo mismo, con su fe, aunque el otro exija menos fe para presentarse, el detalle está en transformar esa creencia en pos de Dios. Empezó a creérselo, pero ahora surgían otras cuestiones: si Satán pide mi alma, mi vida, ¿qué me pedirá Dios? ¿Mi alma acaso también? No tiene sentido, pensaba. En ese instante, se dejó llevar por su convicción, quién mejor que responda esas preguntas sino Dios mismo. Invocó, imploró, se entregó. Fue específico, solicitó con mesura la solvencia de las necesidades que aquejaban la vida de su familia. No pidió menudencias, pero tampoco excentricidades, aunque es Dios, y su riqueza y bondad son infinitas y en efectivo, fue escueto como lo hubiera sido con el Demonio. No pedir vaguedades como riqueza, salud y amor, sino cosas que efectivamente solventen la problemática del momento, el resto, ya dependía de él como de su familia. No hubo ninguna manifestación sobrenatural aparente, no hubo su equivalente legendario, así como dicen que se aparece una cabra parlante echando fuego por el hocico; un catrín o hasta una figura como el dios Bapometh descrito por Eliphas Levi, el más grande esotérico del siglo XIX; no apareció ni personaje alado, o vestido de lino como presentan a los dioses griegos en el Olimpo; ni siquiera una luz minúscula que indicara la presencia física y la certeza del pacto. Todo fue sintomático, sintió una relajación como no había tenido en meses, incluso en años. Se sintió tan bien que estaba seguro que había sido escuchado, y lo mejor, sabía perfectamente lo que tenía que hacer a cambio. Y no, no era una trillada manda de rodillas hasta el templo más lejano, era algo en teoría más simple, pero en la práctica es mucho menos cansado y doloroso recorrer cientos de metros arrodillado, que “lo que se le había pedido”. Solo bastaba estar de acuerdo, pues lo que haría, significaría en contra de toda lógica, ¡ser un auténtico creyente! Pero eso es tan extraño en la cotidianeidad como el mismo Jesucristo. Sujeto al mismo prejuicio, a la misma posible discriminación. Y esa paradoja tan tonta, es la que le causaba cierta inquietud, pues era posible que le causara más problemas colaterales que los que le solventaría, incluyendo en su propia familia, ¿será?, Reflexionó...
Sin embargo, por muy buen talante que tuviera, la situación era tan hostil en su país, que gradualmente fue perdiendo la sonrisa. Una gran crisis se extendió, la hambruna y el desempleo desbordaron, y las depravaciones oportunistas no esperaron, robos, asesinatos, fraudes, traiciones, impiedades; fueron de uso común en los trabajos y las calles.
El benigno hombre disimulaba su amargura e impotencia, mostrando un afable gesto de confianza, cuando su consorte o sus hijos preguntaban por la cena, el trabajo, la ropa, los zapatos… solo decía: pronto familia, pronto, no desesperéis. Era inevitable el nudo en la garganta, y tragarse las lágrimas que casi desbordaban. Diario muy temprano, salía a buscar algún trabajo, algo qué hacer, sin pensar en qué voy a comer, solo sus hijos y su mujer. Regresaba ya entrada casi la noche, y no lo hacía hasta conseguir algún sostén para la semana, el día o en el mejor de los casos, todo el mes.
Ante la lúgubre realidad, su desesperación lo llevó a hacer algo que solo se oye en leyendas o mitos para asustar o entretener niños: invocar al Diablo. Él realmente jamás creyó, siquiera imaginó llegar a eso. Era un mito, una leyenda rural, pero considerarlo era un signo de la desesperanza enfermiza que lo consumía. Era un buen hombre religioso, no conservador, pero tampoco relajado en sus deberes espirituales. Estaba un tanto informado de su fe y participaba regularmente en los ritos y fiestas, que lo exhiben como un varón cabal, confiable y lo más importante, sobrio ante superstición e inmoralidades que adolece toda sociedad por más civilizada que jacte.
En ese lapso de locura, ya por la noche estando en cama sin poder dormir, deprimido e impotente ante los paupérrimos resultados de su trabajo y de su culto, se paró de bote pronto de la cama, se arropó y fue hasta una parte de su casa en donde no se le oyera su clamor al Enemigo número uno de la fe, pues la vergüenza no se disipaba por más demencia repentina que lo envolviera. Ya a punto de invocar al Maligno, en el meollo de su insensatez, reparó en su creencia; no invocó al Diablo, invocó a Dios. “¿Entonces de qué vale todo lo que creo? ¿Para qué sirve pues creer? Si lo creo, ¿por qué no lo aplico?”. Fueron las interrogantes espontaneas justo antes de invocar y hacer el pacto. Esa lucidez casi inconsciente, lucidez religiosa, pero al cabo lucidez, lo condujeron a razonar, que si bien puede invocar con fe a Satanás y que estaba seguro que aquél respondería para sacarlo de sus apuros a cambio de la solicitada alma, también se dijo que jamás había hecho como fiel un pacto con Dios, al menos en serio y de forma genuina. Que rezaba, asistía a su congregación, frecuentaba las fiestas, cumplía con sus deberes religiosos, pero todo lo hacía por costumbre, realmente jamás había realizado un convenio con la Divinidad de forma personal y auténtica. No era hipócrita, no era ingenuo, verdaderamente creía que todo lo que hacía surtía un efecto positivo en su fe, en sí mismo, en su familia, en su gente y hasta en todo el mundo, pero nunca había realizado un pacto con Dios tal como se oye. Si estaba seguro que el Diablo respondería, Dios por qué no lo haría. Le molestaba esa incongruencia, en creer que para hacer un pacto, las leyendas evidencian mayor fe por parte de los solicitantes, en la aparición del Demonio. Y la incoherencia que no hay leyendas, al menos que él conociera, que hablen de un pacto con Dios, que no hayan sido las de los ancestros patriarcas bíblicos. Pero la costumbre legendaria estaba tan impuesta, que tenía duda si Dios respondería a diferencia del Diablo. ¿Es que el Maligno exige menor fe? Quizá, pero prefirió ser honesto consigo mismo, con su fe, aunque el otro exija menos fe para presentarse, el detalle está en transformar esa creencia en pos de Dios. Empezó a creérselo, pero ahora surgían otras cuestiones: si Satán pide mi alma, mi vida, ¿qué me pedirá Dios? ¿Mi alma acaso también? No tiene sentido, pensaba. En ese instante, se dejó llevar por su convicción, quién mejor que responda esas preguntas sino Dios mismo. Invocó, imploró, se entregó. Fue específico, solicitó con mesura la solvencia de las necesidades que aquejaban la vida de su familia. No pidió menudencias, pero tampoco excentricidades, aunque es Dios, y su riqueza y bondad son infinitas y en efectivo, fue escueto como lo hubiera sido con el Demonio. No pedir vaguedades como riqueza, salud y amor, sino cosas que efectivamente solventen la problemática del momento, el resto, ya dependía de él como de su familia. No hubo ninguna manifestación sobrenatural aparente, no hubo su equivalente legendario, así como dicen que se aparece una cabra parlante echando fuego por el hocico; un catrín o hasta una figura como el dios Bapometh descrito por Eliphas Levi, el más grande esotérico del siglo XIX; no apareció ni personaje alado, o vestido de lino como presentan a los dioses griegos en el Olimpo; ni siquiera una luz minúscula que indicara la presencia física y la certeza del pacto. Todo fue sintomático, sintió una relajación como no había tenido en meses, incluso en años. Se sintió tan bien que estaba seguro que había sido escuchado, y lo mejor, sabía perfectamente lo que tenía que hacer a cambio. Y no, no era una trillada manda de rodillas hasta el templo más lejano, era algo en teoría más simple, pero en la práctica es mucho menos cansado y doloroso recorrer cientos de metros arrodillado, que “lo que se le había pedido”. Solo bastaba estar de acuerdo, pues lo que haría, significaría en contra de toda lógica, ¡ser un auténtico creyente! Pero eso es tan extraño en la cotidianeidad como el mismo Jesucristo. Sujeto al mismo prejuicio, a la misma posible discriminación. Y esa paradoja tan tonta, es la que le causaba cierta inquietud, pues era posible que le causara más problemas colaterales que los que le solventaría, incluyendo en su propia familia, ¿será?, Reflexionó...
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