Hace mucho tiempo, antes de que las almas fueran
como el fuego, los dioses decidieron evaluar su creación. Fue entonces que
bajaron al epicentro de la Tierra para observar sus criaturas y elegir una que
sea trascendente en lo duradero de ella y el mundo.
La
parcialidad de los dioses era clara y dual. Existían dos especies que recibían
la atención gentil de los magnánimos. Una de las especies era reservada y
prudente, alta y alada. La otra era encorvada, peluda y salvaje; y actuaba con
mucho asecho, escueto y audacia, que es lo que atraía la atención de los
supremos.
Los
personajes alados eras hombres-búho erguidos, de estatura alta y de faenas
austeras. Su sociedad era virtuosa y sus actos sumamente puntuales. Seguían la
inercia natural que exigía su posición de criaturas y su parte del todo.
Mantenían su empresa dentro de la densidad del bosque, donde su trueque con la
naturaleza era reciclable.
Exceptuando
a los primates, el resto de criaturas escuchaban atentamente y seguían la
oralidad y consejos de aquellos sabios. Los hombres-búho siempre miraron al Sol
de frente…
A
pesar de la enorme ingratitud de los hombres-simio, los hombres-búho observaron
que aquéllos estaban en posibilidades de domar el fuego y se los enseñaron.
La
raza homínida a diferencia de la otra especie, salteaba de un lugar a otro
parasitando todo a su paso. Estos no regresaban a la Tierra lo que le pedían
injustamente. Sus actos eran grotescos e incompatibles con todo. Parecía que
con el fuego se estabilizarían, pues se hicieron sedentarios y comenzaron a
razonar…
Llegó
el tiempo en que ambas especies se enteraron que eran observadas. Los
hombres-búho lo tomaron con modestia e indiferencia y no mostraron adornos para
llevarse la gracia. En cambio, los hombres-simio agrandaron su fogata para
poder tocar el cielo y ser motivo de admiración para las deidades. Mostraron
nuevamente su lado primitivo cuando atacaron sorpresivamente a los hombres-búho
y exterminarlos, y de esta forma los dioses no tuvieran opción. De tal ataque
sobrevivieron pocos sabios, los cuales se internaron en lo más profundo del
bosque, en su maleza y en la noche, y pidieron a los dioses ocultarlos allí
para que la noche los resguardara y cegar la ambición epidémica de los otros.
Desde entonces los hombres-búho transformaron su figura erguida para no ser
desagradablemente confundidos con los hombres-simio, e igual aquéllos los
olvidaran. Y esperar la noche, que es la que ciega al simio y así liberarse de
las enfermedades de éste.
Al
ver esto, con gran resignación, los dioses no tuvieron más que le elegir al
primate. Lo irguieron, lo dotaron de razón y también le dieron libre albedrío.
Pasado
el tiempo las deidades no pudieron estar más resignadas, pues vieron que el
orate ya los había olvidado e incluso inventado otra deidades. Los castigaron
severamente al extremo de exterminar el mundo, pero no lo hicieron debido a la
existencia de criaturas como el búho, que hacen que el mundo valga la pena.
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